El siglo XVIII mexicano se caracterizó por la culminación de un proceso de colonización masiva, iniciando con el contacto violento entre las culturas mesoamericanas, la occidental y otras que – aunque en menor proporción- aportaron elementos característicos, fenómeno que en los centros urbanos de envergadura se operó con sorprendente rapidez, pero que en las áreas marginales de los remotos y extensos territorios del norte, en fronteras de grupos bélicos, habría de prolongarse considerablemente.
La primera consecuencia del contacto fue una evidente subordinación de los grupos autóctonos ante el embate de la civilización española, que con su penetración fue imponiendo patrones culturales, mediante procesos substitutivos y sincréticos, mediante la adaptación y la incorporación de las sociedades locales.
Los colonizadores echaron mano de diversos elementos que paulatinamente constituyeron una cultura de conquista, que dio origen al diversificado panorama cultural el México mestizo contemporáneo. La religión y el arte en sus múltiples manifestaciones tuvieron funciones insustituibles y representaron el principal elemento de identidad del grupo conquistador en su proceso de dominio.
La psicología del criollo novohispano se desarrolló en dos sentidos paralelos y complementarios:
• Una profunda y sincera religiosidad según la cual se ponían ante todo y sobre todo la fe católica, lo cual determinaba su incondicional sumisión espiritual al dogma y a la moral, pero que de alguna manera también afectaba su área civil, de modo que su ideal de virtudes se sintetizaba en la fidelidad a Dios y al rey; y
• El enaltecido sentimiento y en algunos casos la conciencia de constituir parte de una sociedad con rasgos culturales peculiares, resultado de su adaptación al nuevo medio y de su contacto con las entidades locales.
De esta anfibología surgieron actitudes a veces conflictivas como las del fray Servando Teresa de Mier, fray Melchor de Talamantes, el abad Beye Cisneros. Pero en otros el impulso asumió actitudes pietistas, cuya predica proclamaba la resistencia espiritual en la auto mortificación, el sacrificio y la renuncia a las “cosas de este mundo”, como en los ejercicios de San Ignacio y la Schola Cordis.
Esta opción de alguna manera aproximaba al criollo al sector mayoritario de la población mestizo e indígena, que encontraba en las prácticas piadosas un elemento para aliviar su dolor o su marginalidad, que le permitía el desarrollo subyacente o sincrético de ritos y creencias autóctonos. Esto fue así , no obstante que el programa pastoral de la iglesia estaba perfectamente reglamentado y obedecía escrupulosamente a la ortodoxia teológica, dada la observancia minuciosa de las disposiciones relativas al dogma, a la moral y al culto, todo ello bajo aspectos religiosos consagrados y difundidos en buena medida mediante las obras de arte aglutinadas en un estilo integral y unitario, en donde la arquitectura, la escultura, la pintura y la suntuaria en general se combinan logrando fenómenos de integración plástica ejemplares, creados por nombres señores.
El lenguaje artístico universalmente establecido desde las metrópolis de canonización estética: España, Italia y Alemania alentaban la elocuencia, la exuberancia, la riqueza y la diversidad del barroco. Al soplo de esos vientos se estableció y floreció en México una manera de mirar la vida, de creer, de dudar, de gozar, de padecer y de morir. Como ejemplo paradigmático de tal filosofía no faltó quien concibiera la edificación de una “ casa santa” en tierra chichimeca, atestada de abrojos y pecado, una “ nueva Jerusalén” para la salvación de una “nueva grey” y un santuario dedicado a Jesús Nazareno con el decoro, la magnificencia y el arte que a todo esto corresponde.
La acción de la compañía de Jesús, fundada y organizada por Ignacio de Loyola en 1573 y aprobada por Pablo III en 1540. Dedicados a la conversión de los fieles y los pecadores, se impusieron junto con los votos de obediencia, castidad y pobreza el de fidelidad al papa, imprimiendo a su orden un carácter de verdadera milicia espiritual. Una de sus armas eficientes fue la práctica de los Ejercicios espirituales, verdadero método de reflexión y autoanálisis ideado por san Ignacio para perfeccionarse en la virtud y fortalecer el espíritu religioso.
El libro escrito por el santo incluye instrucciones, admoniciones, advertencias, oraciones, meditaciones y exámenes de conciencia, todo combinado con otras prácticas ideosas. El objetivo de la obra lo consigna el propio Ignacio en el subtítulo, que dice: Ejercicios espirituales para vencer el hombre a sí mismo y ordenar su vida sin determinarse por afección que desordenada sea.
En un comienzo los ejercicios espirituales se concibieron como una disciplina propia de sacerdotes y religiosos, pero andando el tiempo su práctica se extendió a seglares de ambos sexos, de manera que fueron fundadas casas para tal efecto.
En México, los jesuitas, que habían llegado en 1572, instrumentaron lo que Mariano Cuevas llama una «Poderosísima arma que empezaron a esgrimir, de una manera ya metódica y en regla, la de dar tandas de ejercicios espirituales de encierro y en casa especial para ello, a los seglares» y más delante reprocha a la Compañía que hubiera tardado dos siglos para «fundar una institución tan suya, por una parte, tan trascendental y tan necesaria por otra» (ibídem). Como fuera, los ejercicios empezaron a darse en 1665 en una casa anexa al noviciado de San Andrés, que se encontraba donde ahora está el Museo Nacional de Arte (edificio del tiempo del Porfirito, del arquitecto italiano Silvio Contri, que sustituyó al hospital de San Andrés). En ese mismo año apareció la edición mexicana de los Ejercicios, de San Ignacio.
Un edificio construido ex profeso funciono con el nombre de Casa de Ejercicios de Ara Coelli. A ella no sólo asistían los más ilustres y distinguidos miembros de la sociedad novohispana sino aun sus autoridades eclesiásticas y temporales. Otra corporación importante en la contrarreforma fue la Congregación del Oratorio, fundada por San Felipe Neri, en Italia, casi al mismo tiempo que san Ignacio creaba la Compañía de Jesús. La congregación nació impregnada del ambiente refinado del Renacimiento y con modalidades de modernidad, preocupada por la enseñanza y el desempeño sacerdotal, en cuyo auxilio cultivó también la música.
En México se formó una unión por iniciativa del sacerdote Antonio Calderón Benavides, en 1657, junto con otros 33 sacerdotes que se agruparon. Comenzaron a hacer ejercicios en el templo de San Bernardo, facilitando por las religiosas de ese convento. En 1658 tuvieron la aprobación del obispo de México y posteriormente solicitaron ser incorporados al Oratorio, asimilándose en todo a esa congregación. Presentaron solicitud a Roa en 1696 y 1697, por bula papal de Inocencio XII, quedó consumada oficialmente la incorporación. Sin embargo tropiezos burocráticos y trámites mal llevados retardaron la solemne instalación hasta el 12 de febrero de 1702. En 1767 recibieron un nuevo impulso pues con la expulsión de los jesuitas, les fue encomendado dirigir los ejercicios espirituales de san Ignacio, al tiempo que recibían también la custodia de la casa de la Profesa.